Editorial |
Once Varas | Por: Obed Campos
Que fácil es agitar un pañuelo a la tropa solar
Del manifiesto marxista y la historia del hambre
Silvio Rodríguez / Canción en Harapos
En el Allende de mi infancia éramos pobres, pero no lo sabíamos…
Al que menos le quedaría en ese entonces y ahora hablar de “las bondades del sistema comunista” era a él, al profesor “P”… Entiéndase que la letra “P” es o era la inicial de su apelativo y no la menciono por el hecho de que aparte del apellido también la llevaba en la frente.
Digo que no le quedaba alabar al sistema de Cuba, no porque no crea yo en la libertad de expresión, cosa que se sepa, en la isla no existe. Lo saco a colación porque estoy seguro que el profesor “P” jamás puso un pie en la tierra de Martí (José, no Batres) y porque su corpulencia por un sobrepeso ganado por los años y la hueva física, no correspondían de ninguna manera a un “militante comprometido”. No señor, porque ya sabemos que los militantes comprometidos son flaquitos flaquitos. Correosos, sí, pero flaquitos.
El caso es que no me acuerdo en complicidad con quién, pero, hartos de las diatribas comunistas del maestro “P”, quien se llenaba la boca cada que podía, para hablarnos de lo buena onda que era vivir en un país socialista y deshacerse del maldito dinero que nada vale, decidimos, al final del curso de tercer año mandarle un mensaje.
¿Ya dije que en mi nativo Allende, Nuevo León los pobres no sabíamos que nos faltaba la plata, por lo tanto tampoco sabíamos que éramos pobres?
Pues no, no lo sabíamos porque esa benévola sociedad allendense de los años 70’s y 80’s carecían de la mamonería que los pueblos vecinos, donde se imponía “ser de casino”, aunque la única diferencia entre nuestros ricachones y los otros era la membresía en algún club social de resonancia.
Si me pregunta usted pues yo le respondo que, aunque el Club de Leones dejó de existir en Allende, no creo que la comunidad “igualitaria” en la que los ricos nos invitaban a sus fiestas sin ver nuestra condición social y bailando con la quinceañera se borraba la línea divisoria que marcaba en otros pueblos de la región la cuenta del banco.
Pero no lo quiero aburrir amable amiga, amigo que me dedica estos minutos para leer mis garrapateadas memorias.
Le decía que al profesor “P” era al que menos le quedaría defender la causa izquierdista y el opresor régimen cubano. A estas alturas del partido, 40 o casi 50 años después (no quiero acabar llorando por sacar la cuenta de los años que han pasado) no me lo imagino levantando su brazo con la piel adiposa colgando por su obesidad o esos 140 kilos en una marcha cantando “El pueblo unido, jamás será vencido”… Porque eso jamás pasó.
Le apuesto lo que sea que el profesor “P” no marcharía ni media cuadra.
No señor, al profesor “P” lo ha de haber inspirado alguna lectura ramplona de lo que quedaba de la lucha de los años sesenta y por eso, aunque la clase que él nos daba (que por cierto, acomodaticiamente mi memoria tiró a la basura) aunque nada tenía que ver con temas sociales, el no cejaba en su intento de inculcarnos la doctrina marxista/comunista/leninista de petatiux.
Todavía no se había caído el muro, pero los ilusionados, como el profesor “P” no sabían que faltaba poco. Muy poco.
En el penúltimo día de clases hicimos una carta con una sola frase: “Si le gusta el comunismo, váyase a Cuba a vivirlo en carne propia”… Y se la dejamos en el cristal delantero de su carro, atrapada por el limpiaparabrisas.
El carro era amarillo, pero nunca nos quedó claro si el profesor “P” lo abordaba o se lo ponía como chaleco.
Claro que no firmamos la misiva, pero el profesor “P” hizo acuse de recibo el último día de clases, cuando, sin poder ocultar su intranquilidad, pidió al maestro de grupo hablar con nosotros.
Ya dije que no me acuerdo quién fue mi cómplice, pero si me acuerdo quien pagó los platos rotos.
Fue entonces que el profesor “P” hizo que otro buen amigo, quien ya no está en este plano y que en ese momento era inocente total a nuestro “acto revolucionario” (o reaccionario., si usted quiere, a mi me da igual) a quien llamó por su nombre, “J”, se parara y le entregó el papel de nuestra breve epístola.
Claro que “J” nunca supo de qué se trató… Y ni mi cómplice ni yo, hablando a toro pasado, entendimos por qué el profesor “P” quiso culpar a “J”.
Por cierto, mi nada bien ponderado profesor “P” mucho bien le hubiera hecho a la nación y a su abultada humanidad pasarse unas vacaciones cortando caña y viviendo de las raciones que impone el nada franciscano régimen propiedad de la familia Castro.
Tanto a mi profesor “P”, como a los dizque comunistas de café, empoderados por este régimen de tarados, quienes, no tenían televisión o no sabían leer porque por lo visto, como también ya dije o di a entender, no se dieron cuenta de que fue en 1989 que cayó el Muro de Berlín.
Y ahora quieren que las nuevas generaciones de mexicanos la paguen con los chafas libros de texto, por una utopía que más suena a reflejo de sus noches húmedas de culto a Onán que a una verdadera “intentona de lucha de clases”.
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